Opinión: «Yo nunca tuve una Barbie»

Nunca tuve una Barbie. Eran muy costosas para la economía familiar. Pero más que por el precio había una cuestión de principios que le vedaba el ingreso a mi harem de muñecas. No era el tipo de juguete que se permitía en un hogar “progre”, donde los libros y los Rasti –además de la actividad deportiva– tenían prioridad.

Me encantaba jugar a las muñecas.

Como Bárbara, la hija de Ruth Handler, la creadora de la Barbie, también de niña disfrutaba y mucho jugando con figuras de mujeres que hacía con papel y les fabricaba ropa, a veces con retazos de telas, a veces con papel pintado con fibras de colores.

No recuerdo si deseé tener una Barbie. Seguramente, algunas de mis amigas tenían varios modelos.

Tampoco le compré una Barbie a mi hija. “Por principios”. Ese cuerpo voluptuoso, curvilíneo, de belleza hegemónica inalcanzable, podría impactar negativamente en las mentes infantiles, pensaba yo –probablemente como mi mamá– y como muchas otras madres feministas. Para tener las medidas de Barbie una mujer tendría que medir 1,82 mts, pesar 49 kilos y tener como medidas 96-45-83. Un cuerpo imposible. O peor, una tentación para trastornos de la alimentación. Así pensábamos. Y casi que le hicimos la guerra al mundo color de rosa, que representaban la Barbie y sus amigas.

Siempre miré con recelo a ese imperio Mattel.

Aunque la Barbie se lanzó al mercado en 1959 en Estados Unidos –en Argentina llegó a principios de los ‘70– como un modelo de mujer adulta e independiente en el que las niñas podían proyectarse, mi mirada quedó empantanada en ese cuerpo estereotipado, irreal, y en su estilo de vida materialista. Barbie era sinónimo de consumo. Había que tener más de una. Muchas. Y sus accesorios. Ken era uno de ellos.

A la distancia, me pregunto hoy si Barbie y su mundo encarnan ese paradigma tan siniestro –a mis ojos– o pequé al demonizarla tanto.

Es cierto que desde Mattel se cometieron errores horribles, como fabricar una Barbie en silla de ruedas que no entraba en la casita de los sueños de la misma colección. O un modelo afrodescendiente que tenía la piel color oscuro pero ningún rasgo típico de las mujeres norteamericanas racializadas. O el SugarDaddy –el Ken de cabello rubio platino, casi blanco, que tenía un perrito, llamado Sugar, es decir, era el padre de cachorrito– pero se interpretó como un hombre mayor rico que buscaba tener sexo con chicas más jóvenes, dada la traducción en inglés de su nombre comercial. Mattel se vio obligada a discontinuar los modelos cuestionados. En Barbie, la película, se sacan esos vergonzantes episodios del cajón y aparecen como personajes.

“Tú puedes ser lo que quieras”, es el lema de la muñeca más famosa. Cada segundo que pasa se venden tres Barbies en el mundo. Desde su creación, se estima, se han vendido más de mil millones de muñecas. A lo largo de sus 64 años, se han fabricado Barbies de más de 180 profesiones. Abogada, corredora, estilista, gimnasta, militar, veterinaria, entre tantas ocupaciones. Nunca ama de casa. La Barbie astronauta se empezó a vender en 1965, 13 años antes de que las mujeres fueran admitidas en la NASA; la cirujana en 1973, cuando menos del 10 por ciento de los médicos en el mundo eran mujeres. Hay Barbie presidenta, aunque en Estados Unidos –hasta el momento– ninguna política tuvo esa posibilidad y siempre han gobernado hombres desde la Casa Blanca. Barbie tiene una línea de personalidades famosas, entre las que se destaca Rosa Parks, la mujer afrodescendiente que desafió la opresión racial en el país del norte. En 2016, Mattel presentó una línea con distintos tipos de cuerpos, tonos de piel y estilos de cabellos, y en 2018, la Barbie género neutro, para promover la diversidad e inclusión. Y vender, claro.

En la hilarante comedia fantástica, dirigida por Greta Gerwig, que se estrenó el 20 de julio y bate récords de espectadores, Barbie Estereotípica –la protagonista que encarna la actriz Margot Robbie– contempla al llegar al mundo real un anuncio en la vía pública de un concurso de Miss Universo y cree que es la foto de la Corte Suprema porque en Barbieland las mujeres ocupan los lugares de poder, y los varones –los Ken– son apenas meros accesorios de ellas, que sienten que su vida cobra sentido en función de la mirada de las Barbies. A su paso por el mundo real, Barbie descubre el patriarcado, y todo lo que eso significa: las mujeres sufren acoso callejero, no dirigen empresas –ni siquiera hay una el directorio que fabrica a la propia muñeca–, entre otras significativas diferencias con el mundo irreal. El choque de culturas es abrumador para Barbie (como para cualquiera de nosotras). La película lo refleja con humor. Nos reímos para no llorar.

El exitoso film se estrenó el mismo día que empezó el Mundial de Fútbol Femenino en Nueva Zelanda / Australia. Las futbolistas argentinas no tienen su Barbieland. Aunque la selección nacional llegó a esta 9ª Copa Femenina con más apoyo de la AFA –como nunca antes ha tenido– la brecha con el fútbol masculino sigue siendo abismal. Sobran los ejemplos.

Me pregunto: ¿Qué hubiera pasado si en lugar de muñecas –Barbies o de las otras– nos hubiéramos socializado pateando una pelota como la mayoría de nuestros amigos varones? ¿Y si hubiera sido al revés y a ellos les hubieran abarrotado su cuarto con bebotes para jugar cuidándolos? Sin dudas, muchas mujeres descollarían como futbolistas y ellos estarían peleando por conseguir que les asignen un vestuario, botines y que les paguen salarios dignos como jugadores profesionales. Recuerdo que Lucila Sandoval, ex arquera y fundadora de “Las Pioneras”, –una organización para recuperar la historia de las primeras futbolistas argentinas–, me contó que, en su pueblo, en Corrientes, ella jugaba a la pelota con la cabeza de una muñeca porque como era mujer no le regalaban pelota, aunque le encantaba el fútbol.

En el film, en Barbieland los oprimidos son los Ken. En el mundo real, ¿qué duda cabe? Y más aún, claro, cuando se superponen las vulnerabilidades: mujeres, pobres, de pueblos originarios, racializadas…

Así como las jugadoras no deberían mendigar la cancha principal del club para jugar, sino tener el mismo derecho a usarla que los equipos masculinos, la discusión que refleja Barbie la película, es justamente esa, los Ken deben poder ser lo que quieran ser en Barbieland. Lo que todavía no se entendió –o no se quiere entender– es que nosotras también queremos lo mismo –igualdad de oportunidades– y no solo en nuestro mundo de sueños.

 

Fuente: Pagina 12

Textos: Mariana Carbajal

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