“El amor después del amor”: Fito Páez, su música infinita y el retrato de una época
Siempre nos hacemos preguntas cuando miramos el mundo. Son imperceptibles, a veces la misma velocidad y costumbre nos hace decantarlas al inconsciente. Quiero decir que todo lo que miramos nos despierta una duda, comenzando por la duda primitiva: la incertidumbre mecánica que nos obliga a corroborar si lo que estamos observando es parte de ese mundo aprehendido.
Con la ficción ocurre lo mismo, en tanto parte de este mundo, o quizá, mejor dicho, como otros mundos que se nos presentan y que necesitamos abordarlos con el tamiz de la experiencia. La ficción también necesita ser interpelada. Después, como alguna vez me enseñó Rody Bertol, traído del final de una de las obras breves de Beckett, Make sense who may, “significa quien puede”, es decir, quien sea capaz de condensar lo visto y lo vivido en una versión personal, nuestra propia historia de lo que vimos, completará el círculo. Y el que no puede, porque los hay, aceptará el mundo como se lo han ofrecido, la ridiculización extrema del contrato de la ficción por el cual nos obligamos a creer en lo que vemos, mientras dure la proyección o la lectura.
Y esa deformación ha concebido también un pequeño ejército que se empeña en desdeñar en las redes a quienes sí pueden interrogarse, un puritanismo inútil que, paradójicamente, censura el ánimo fundamental del arte, que es en definitiva movilizar y obligarnos a dudar de todo. Por eso no son las mismas preguntas ni tampoco son las mismas respuestas. Cruzar esas dudas, confrontarlas con los demás, es una construcción cultural colectiva que expresa de una manera contundente, en el caso de El amor después del amor ‒de eso hablamos aquí‒, no solamente el éxito y la eficacia de la serie, sino principalmente la necesidad de reconstruir una época y una poética.
Yo voy por el cuarto capítulo, estoy dosificando la serie como si fuera un whisky que no voy a poder comprar otra vez. Y hasta aquí, la pregunta fundamental entre todas las que me he hecho, tiene que ver con las sensaciones más que con las razones; es, lisa y llanamente, qué me pasa cuando la veo, cómo me atraviesa la biografía de un ídolo de mi adolescencia ‒algo inédito para mí‒, pregunta que a su vez deviene de otra: por qué razón no puedo dejar de verla. He leído mucho sobre las condiciones técnicas, actorales y musicales, he aprendido y me ha servido también a la hora de pensar mis propias dudas, por eso voy a evitar lo inductivo para concentrarme en la construcción total, la idea de Kolodziej que está causando este revuelo entre los consumidores de streaming. Incluyéndome, claro.
La vida de Fito
La serie es, en una dimensión literal, una reconstrucción de la vida de Fito, pero en una dimensión más ficcional, por así decirlo, es un espejo. Está narrada de una manera en la que podemos reconstruir, a través de ella, nuestra propia vida adolescente, una etapa biográfica de la clase media argentina, signada por una épica romántica, de rebeldías pueriles pero persistentes en la nostalgia. Cada fotograma ‒por usar una metáfora cinéfila, porque la serie tiene ese clima de película ochentosa, con esos colores brumosos y las marcas de verosimilitud, a veces exageradas‒ es una tecla de la emotividad muy bien elegida y presionada con delicadeza. No estamos viendo el pasado de Fito, que quizá alguna vez imaginamos diferente, más cercano al imaginario del ídolo inalcanzable, sino nuestro propio pasado, los mismos patios, los mismos empedrados, los mismos caprichos y terrores. Fito pudo ser cualquiera de nosotros, pero fue él quien, al momento de enamorarnos, de experimentar los primeros extrañamientos del mundo, las primeras disquisiciones existenciales, creó una frase o una estrofa en la que pudiéramos encontrar lo que nos pasaba, aunque no entendiéramos qué significaba realmente “es algo así como cansarse de todo y todo sigue dando vueltas”, o “una cuerda es una bala, el amor un ejercicio”.
Páez, el Diego y la desazón menemista
El azar hizo que empezara a escucharlo a los catorce o quince años y creciera con sus discos. Y que todo eso ocurriera en la danza inconsciente de la transición democrática, de la primavera alfonsinista, de los mundiales de Diego y la desazón menemista: el horror después del horror. Hizo que me enamorara bailando “Tres agujas”, lento, como se bailaba entonces en Sportivo América, en mi ciudad, también la de él. Y así todos sus álbumes; no sigo para evitar la cursilería, solamente me permito nombrar Ciudad de pobres corazones, un disco desbordante de bronca y perplejidad, un anticipo bastante certero de lo que hoy es Rosario. Cada uno o cada una podrá encontrar esas señales que en la serie se potencian, acercan al plano mortal a ese flaco desgreñado que veíamos flameando en el escenario, lo acercan tanto que nos vamos transformando en él, o en lo que hubiéramos querido ser, pensándolo hoy, si nos hubiera tocado ser él.
Dos aciertos más. Hay un respeto por el arte poético (y hasta podría haberse profundizado un poco más), fijando un mapa de las letras y las canciones con referencias directas a la vida del autor, un fetiche clásico de los fanáticos y una curiosidad inevitable para cualquiera. Confirmar sospechas y disfrutar revelaciones. Leí una crítica bastante ensañada que, por el contrario, lo consideraba una carencia. No lo creo así, hay una utilización inteligente de la elipsis, mostrando el hecho, los tarareos y la obsesión que terminan en el tema, a veces como fondo de los créditos finales. La elipsis está en el cine desde Griffith, ni hablar de la literatura; el espejo a veces nos devuelve nuestras impotencias cuando no las queremos ver o no podemos. Y esto también tiene que ver con lo que decíamos antes. La música que escuchamos es la banda sonora de nuestra propia vida. Cada canción ‒me permito el lugar común‒ refiere también a un momento propio, íntimo y fundacional, como en la serie.
Entonces ¿cómo no verla? ¿Cómo no prendarse del espejo por el que desfilan, además de nosotros, los íconos culturales que rodearon nuestros años inmortales? Así como en la escena del Luna Park no nos vamos a buscar entre la multitud, sino que, como bien lo sugiere la cámara, nos vamos a parar en el escenario, las canciones que suenan nos van a llevar a otro decorado, con otras actrices o actores, con otras voces. El que puede, claro. Los y las que, casi sin quererlo, cierran los ojos y vuelven a un lugar, a veces a lugares y situaciones que nunca existieron. Porque todo recuerdo es ficción. Un solo hombre pudo recordar hasta su muerte las cosas como real y objetivamente habían ocurrido, y ese hombre pertenece al universo ficcional. Ireneo Funes es, probablemente, por oposición, la metáfora perfecta de la ficción.
Fito de niño
Por último, el ofrecimiento simbólico que adquiere un valor propio para el contexto del guión, es el flashback a las historias del Fito niño, como breves detonaciones de una memoria escondida (hasta hoy), pinceladas de una poesía conmovedora. El niño, entrañable, con esos ojos abismados por la sorpresa y la ansiedad, disparan al Fito adulto la bolsa de traumas que llevamos todos, los desamparos y los descubrimientos, el dolor y la incertidumbre, las caras y el cuerpo que podemos darle a la muerte, cuando es todavía una amenaza excepcional y lejana. Y también él termina siendo nosotros, o el niño o la niña que quizá fuimos, con esas tías y esos espacios vedados a la inocencia, esos territorios que despiertan los primeros deseos de la siesta.
Me quedan por ver cuatro capítulos. Tengo que esperar el fin de semana porque es el programa que comparto con mi compañera, que es algunos años menor que yo. Se burla porque canto todas las canciones, porque se me llenaron los ojos de lágrimas cuando pude confirmar que “Dejaste ver tu corazón” era por Fabiana Cantilo, la imagen que tantas veces habíamos maquinado, la de Fito visitándola en “las cuatro paredes de cal” en las que con pocas palabras se podía cruzar todo el mar. Las generaciones van cambiando las preguntas, ella tendrá que explicarme alguna vez por qué no pudo, como yo, dejar de verla.
Algo que comparto con la mía ‒mi generación‒ es ese enojo velado por el rumbo de la carrera de Fito, justamente después de El amor después del amor. Es otro lugar común y es también parte de todo el ramal. Páez es un artista integral, un creativo que no se conformó con los límites estéticos, incluso con los de la música. Sus discos son todos diferentes, cambian de clima y de tono de uno al otro. Por lo tanto es difícil cuestionar un cambio en quien siempre se arriesga a lo distinto.
Cambiamos nosotros, esa es la razón que nos resistimos a aceptar. Lo bajamos del pedestal como quien mata a sus padres, cuando decidimos que su música ya no podía encarnar lo que estábamos viviendo. Quizá porque él sí pudo encontrar el amor, después de otro amor. Quizá porque cada cual siguió su camino, una elección que él tomó al irse a Buenos Aires a la edad en la que todos empezamos a elegir qué hacer en el futuro ‒hablamos de la ficción, hablamos de la vida‒. Pero eso es especulación. Hoy vemos su serie en el streaming y recuperamos algo maravilloso de nuestro propio pasado, igual que el subidón de melancolía, acaso más instintivo y pasajero, que nos provoca escuchar una de sus canciones. Nos reencontramos con él, nos reencontramos también con quienes alguna vez fuimos y quién sabe, aún seguimos siendo.