A 30 años de “Nevermind”: Nirvana y la última gran revuelta del rock

Durante su unplugged, en un intervalo de “Los dinosaurios”, un Charly con mechones rubios (en homenaje a Kurt Cobain, muerto un año antes) irrumpe inesperadamente con una palabra: “¡Nirvana!”, mientras deja el teclado por un segundo y señala hacia arriba. El momento no pasa desapercibido: con su gesto, García expresaba más que cualquier argumento la trascendencia histórica de la banda de Seattle y de quien fuera su artífice, santo y seña de una época cifrada en la propia inmolación del príncipe del grunge.

Del álbum más exitoso del grupo, Nevermind, se cumplen ahora 30 años y aun hay mucho que decir respecto de su escucha e interpretación. Porque el tiempo no atenuó sus virtudes, al contrario. La energía sensorial del disco sigue viva, así como su poder de convicción como señal de alarma frente a una sociedad dañada y criminal.

Lanzado el 24 de septiembre de 1991, Nevermind es la perfecta combinación de melodías notables, una cruda ambientación instrumental y el desgarro irónico-lírico del gran Kurt Cobain (1967-1994); en su magma armónico conviven destilados del blues, folk, punk, post punk, goth, pop y toques de metal que hacen del disco un verdadero caleidoscopio sonoro, una masa electrizante y colérica radiografía del dolor dialéctico.

Nirvana había debutado en la primavera de 1989 con Bleach, placa de rock fúnebre que despertaba amplias posibilidades a un rock alternativo tan novedoso como fraguado en la mejor tradición anglosajona; su producción solo costó 600 dólares y se grabó en cuestión de días. En la placa hay indicios de lo que vendrá: el sonido se apropia de una sentimentalidad rabiosa, quizá algo carente de elasticidad, pero ya puesta a rodar. Su próxima entrega será otra cosa, tanto a nivel producción como compositivo: Nevermind, producido por Butch Vig, contendrá lo que hay en toda obra que se erige en clásica: una capacidad descomunal para recrear sin límites el tiempo en que se gestó, así como la intimidad microbiótica de la escucha o mirada que la produjo.

Si bien el disco pudo haber sido algo más destemplado y sucio, el tenor de Cobain y la polenta de Dave Grohl y Krist Novoselic ganan la partida. Las letras se musicalizan entre el aullido de un mar interior y un dadaísmo satírico y por momentos cálido que hace las veces de contrapunto a tanta negatividad y depresión narcótica. Sonic Youth, Jane’s Addiction y los Pixies no habían sido tan eficaces. La nómina de simples habla por sí sola: “Smells Like Teen Spirit” se estrena en septiembre del 91; luego, “Come as You Are”, en marzo del 92; cuatro meses después, en julio, aparece “Lithium”, mientras que “In Bloom” será el último corte de difusión en noviembre del mismo año. Para ese entonces, no había quien no tuviera el icónico CD y lo pasara a cassette para gastarlo en su walkman.

Durante la gira mundial que siguió al lanzamiento del álbum, en octubre del 92 el grupo pasó por Buenos Aires con un desenlace poco feliz: parte del público que asistió a Vélez se ensañó con las integrantes de Calamity Jane, una banda de chicas de Portland que Cobain había incorporado a la gira. Les tiraron de todo. Como respuesta, el trío decidió improvisar, tocar temas del aún inédito Incesticide (prologadas por la introducción de “Smells Like Teen Spirit”) y cerrar con lo menos célebre de Bleach y Nevermind. No tocaron sus mayores hits, y terminaron el set con la secreta canción noise titulada “Endless, Nameless”, oculta a los 13 minutos y 51 segundos de la pista “Something in the Way”. El sabotaje lo entendieron pocos. Tiempo después, Cobain dijo que el haber tocado en vivo temas tan marginales y fuera de repertorio había sido una de las experiencias más geniales de su vida.

 

Con Nirvana pasó algo similar a lo que Brian Eno dijo de The Velvet Underground: quien se los tomó en serio, o armó una banda o se metió en algo. El denominado rock alternativo y la movida indie coparon la escena. Había que transformar el glamour pop de los 80 en una señal de contundente ansiedad ante la creciente privatización de lo público y la consagración de la ley de la selva que pareciera no terminar nunca.

Viendo hoy día el narcisismo regurgitante de influencers musicales empeñados en matar la convicción de que la música debe trastocar nuestra visión de mundo, y no apoltronarnos en las redes sociales del conformismo, no podemos sino honrar la memoria de Cobain y su generación. Porque, claro está, no fue todo Nirvana: otras bandas como los pioneros Soundgarden, Alice in Chains, Pearl Jam y Stone Temple Pilots, entre muchas, también se arrojaron a hablar de lo real puro y duro, de las verdades inconmovibles de la finitud, haciendo carne al que quizá hasta hoy sea el último conjuro musical que, como tendencia colectiva, fue una llave disruptiva a la dictadura de la mercadotecnia.

Fuente: Tiempo Argentino

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